Manuel era un niño de 4 años, lleno de energía y con una imaginación inagotable. Tenía dos hermanos menores, Ignacio y Fernando, a los que adoraba, pero también disfrutaba de ser el mayor y de poder contarles todas las cosas que él sabía. Y Manuel sabía muchas cosas, sobre todo cuando se trataba de su tema favorito: los pájaros.
Desde que aprendió a hablar, Manuel se había vuelto muy charlatán. A sus padres y a todos sus familiares les sorprendía lo bien que hablaba para su edad. Podía mantener una conversación sobre casi cualquier cosa, pero lo que más le apasionaba eran los pájaros. Conocía muchísimos nombres de especies diferentes y, aunque sus hermanos aún eran pequeños para entenderlo todo, a Manuel le encantaba compartir sus conocimientos con ellos, esperando que algún día compartieran también su amor por las aves.
Manuel tenía una colección impresionante de juguetes de pájaros. Había pájaros de madera, pájaros de peluche, e incluso algunos de plástico que podían batir las alas. Pasaba horas jugando con ellos, inventando historias sobre cómo los pájaros viajaban a lugares lejanos o cómo protegían sus nidos de las tormentas. Cada vez que inventaba una nueva historia, llevaba a sus hermanos al salón, donde organizaba sus juguetes y se los mostraba a Ignacio y Fernando, quienes lo observaban con los ojos muy abiertos, riendo cada vez que Manuel hacía sonidos de pájaros para dar más vida a su relato.
Siempre soñaba con tener un pájaro de verdad, uno que pudiera cuidar y que viviera en su casa. Había pedido uno a sus padres varias veces, pero todavía no se lo habían regalado. Manuel solía mirar hacia la ventana y fantasear con la llegada de ese pájaro especial. Se imaginaba cómo lo alimentaría, lo cuidaría y cómo juntos volarían por el cielo, explorando el mundo.
Sin embargo, lo que sí había llegado era un regalo muy especial: una tortuga llamada Olivia. Olivia no tenía plumas ni podía volar, pero Manuel la adoraba igualmente. Todos los días, Manuel se encargaba de darle de comer, y también hablaba con ella como si fuera uno de sus amigos pájaros. Le contaba todo lo que sabía sobre los pájaros que veía desde la ventana, y le prometía que algún día tendrían uno de verdad.
—Olivia, ¿sabes que hay pájaros que vuelan hasta muy, muy lejos? —le decía Manuel, mientras observaba cómo la tortuga movía lentamente su cabeza—. Algún día verás uno aquí en casa, y será nuestro amigo.
Olivia no podía responderle, pero Manuel estaba seguro de que le entendía perfectamente. Le gustaba pensar que la tortuga también soñaba con ver a esos pájaros de los que tanto le hablaba. A veces, incluso llevaba a Olivia al jardín para que pudiera ver a los gorriones y a las palomas que venían a picotear el suelo. Manuel se sentaba junto a ella y señalaba con su dedito mientras le explicaba los nombres de cada uno.
—Mira, Olivia, ese es un gorrión. Y aquel de allá, el más grande, es una paloma. ¿A que son bonitos?
Los padres de Manuel también disfrutaban viendo cómo el pequeño cuidaba a Olivia y cómo se esforzaba tanto en enseñarle sobre los pájaros. Decidieron que, aunque no podían regalarle un pájaro aún, sí podían llevarlo de paseo a un parque cercano donde había muchas especies distintas. Un domingo por la mañana, toda la familia se preparó para ir al parque. Manuel estaba emocionadísimo; llevaba consigo un pequeño cuaderno donde quería dibujar todos los pájaros que viera ese día.
Al llegar al parque, Manuel corrió hacia los árboles. Señalaba con entusiasmo cada pájaro que veía y le decía a sus padres los nombres. Había tordos, gorriones, y hasta un petirrojo que cantaba desde una rama alta. Manuel intentaba imitar su canto mientras dibujaba rápidamente en su cuaderno. Ignacio y Fernando lo seguían, y aunque no entendían todo, se reían cada vez que su hermano mayor hacía un sonido o una pose divertida.
Después de un rato, encontraron un pequeño lago en el parque. Manuel se quedó maravillado cuando vio varios patos nadando plácidamente sobre el agua. Sus ojos brillaban de emoción mientras describía sus plumas y sus patas anaranjadas. Olivia no estaba con ellos, pero Manuel estaba seguro de que le contaría todo sobre los patos en cuanto llegaran a casa.
Esa tarde, cuando volvieron a casa, Manuel llevó a Olivia al jardín y le mostró su cuaderno lleno de dibujos y anotaciones. Aunque sabía que la tortuga no podía entenderlo, él estaba seguro de que Olivia disfrutaba escuchándolo. Mientras el sol se ponía, Manuel se sentó junto a Olivia y comenzó a contarle todas las aventuras del día, desde los tordos hasta los patos del lago.
—Algún día, Olivia, tendremos un pájaro de verdad. Te lo prometo —le dijo, acariciando suavemente el caparazón de la tortuga.
Manuel estaba convencido de que ese día llegaría. Hasta entonces, seguiría cuidando de Olivia y aprendiendo todo lo que pudiera sobre esas maravillosas criaturas aladas que tanto le fascinaban. Y mientras tanto, seguiría hablando, contando historias y soñando, porque para Manuel, cada día era una oportunidad más para descubrir algo nuevo y maravilloso sobre el mundo que lo rodeaba.
Comentarios
Publicar un comentario