Era un hermoso día en el bosque, y Saltarín y Brincón estaban muy emocionados. Habían planeado pasar el día jugando juntos, saltando entre los árboles y corriendo por el prado como siempre lo hacían. Pero ese día algo inesperado sucedió.
Todo empezó cuando Saltarín encontró una pelota muy colorida que había dejado un niño cerca del bosque. Saltarín, muy emocionado, la recogió y la mostró a Brincón.
—¡Mira lo que encontré, Brincón! —dijo Saltarín, dando pequeños saltos de emoción—. ¡Podemos jugar juntos con esta pelota!
Brincón miró la pelota y sonrió, pero en su interior también deseaba tenerla para él solo.
—¡Quiero jugar con ella primero! —dijo Brincón, estirando la mano para tomar la pelota.
Saltarín se sorprendió.
—Pero la encontré yo, ¿no deberíamos jugar juntos? —preguntó, sujetando la pelota con fuerza.
—¡No, yo quiero jugar primero! —insistió Brincón, cruzando los brazos y frunciendo el ceño.
Así fue como la discusión comenzó. Saltarín no quería ceder, y Brincón tampoco. Ambos empezaron a hablar más alto y, antes de que se dieran cuenta, estaban discutiendo a gritos. Los otros animales del bosque, que siempre los veían jugar juntos y felices, se sorprendieron al verlos pelear.
—¡Siempre quieres hacer lo que tú dices! —gritó Saltarín, molesto.
—¡No es cierto! —respondió Brincón—. ¡Tú eres el que nunca escucha!
Y así, lo que empezó como un juego, terminó en una pelea. Ambos conejitos se dieron la espalda y se alejaron, cada uno por su lado. Saltarín se fue a sentar bajo su árbol favorito, y Brincón se quedó junto a una gran roca, enfurruñado.
Mientras estaban separados, algo empezó a suceder. Ambos comenzaron a sentirse mal. Aunque ninguno quería admitirlo, la verdad era que se echaban de menos.
Después de un rato, Saltarín pensó en lo divertido que siempre era jugar con Brincón. Sí, habían tenido una discusión, pero eso no significaba que no pudieran hacer las paces.
Por su parte, Brincón también empezó a sentirse mal por cómo había actuado. Se dio cuenta de que lo más importante no era la pelota, sino compartir el tiempo con su mejor amigo.
Con el corazón más ligero, los dos conejitos comenzaron a acercarse uno al otro. Al llegar a mitad del camino, se miraron a los ojos y, sin decir una palabra, se abrazaron.
—Lo siento, Saltarín —dijo Brincón con una pequeña sonrisa—. No debí haberme enfadado por la pelota.
—Yo también lo siento, Brincón —respondió Saltarín—. No fue justo que no compartiera contigo.
Ambos se sentaron bajo el gran árbol donde solían jugar y se pasaron la pelota entre ellos. Esta vez, disfrutaron del juego juntos, riendo y olvidando la pelea.
Los otros animales del bosque, al ver que los dos amigos habían hecho las paces, sonrieron desde sus escondites.
—Lo más importante —dijo Saltarín— es que jugamos juntos.
—Sí —dijo Brincón, asintiendo—. Somos amigos, y eso es lo que cuenta.
Y así, Saltarín y Brincón aprendieron que las peleas no duran para siempre, y que cuando hay amistad, siempre se puede encontrar la manera de hacer las paces.
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